Marco Altobelli me ha contado hoy una bonita historia. Resulta que compartía piso en Parma con un par de estudiantes. Un día llegó a casa cansado y agobiado por distintos problemas. No había nadie en el piso. Se duchó, se puso el pijama y trató de relajarse.
Hambriento fue a la nevera, quería ver si había algo de comer. Las dos primeras estanterías estaban atestadas de recipientes de plástico de comida para llevar. Contó diez, todos contenían lo mismo: lasaña al ragú, lo que en España se conoce por boloñesa. Por un momento dudó si comerse alguna, pero al final sus ganas de lasaña vencieron. Hizo un par de agujeros con un cuchillo en la tapa de uno de los envases y lo calentó directamente en el microondas. Luego, sin sacar la lasaña de aquel recipiente, la llevó al salón sobre un plato para no quemarse. Encendió la tele, esperó unos minutos y empezó a comer.
Era una lasaña formada por muchas capas de fina pasta, un cuadrado perfecto de cuatro dedos de altura. Entre cada una de las capas se podía ver un ragú muy oscuro y homogéneo. Aun en aquel envase de comida para llevar, su aspecto era tremendamente elegante, con el amarillo apagado de la pasta, el blanco de la bechamel y el contraste oscuro del ragú. Del primer bocado le impresionó la ligereza de la pasta y la cremosidad entre las capas. Se deleitó en el sabor, limpio, intenso, pero sin saturar la boca. Por unos instantes Marco se alejó de la comida y miró aquel envase de lasaña con perplejidad. Marco es de Bolonia, la ciudad natal de ese plato. Su abuela la preparaba con asiduidad y su madre siempre le recibe con una buena lasaña cada vez que vuelve a casa. Pero aquella era una versión refinada y sublime de todas aquellas grandes lasañas que había comido a lo largo de su vida. En realidad lo que tenía de especial, lo que la diferenciaba de todas las demás, es que Marco era incapaz de imaginarla mejor.
Marco se comió dos raciones esa noche. Me contaba que, sólo por el hecho de haber comido la lasaña de sus sueños de un modo tan inesperado, se fue a dormir de buen rollo, pese a haber tenido un día tan complicado.
Al día siguiente preguntó a Salvo, uno de sus compañeros de piso, si sabía quién había dejado esos envases en la nevera y éste le contó que el novio de una amiga suya de la universidad estaba trabajando en el rodaje de una pequeña película aquellos días en las calles de Parma. Al parecer, un restaurante se encargaba de llevarles la comida cada día al lugar de rodaje. Por un malentendido, el restaurante había preparado comida para ese día, cuando todo el equipo se había trasladado ya a Modena por la mañana. Antes que tirar la lasaña, el novio llamó a su chica, que a su vez llamó a Salvo para ofrecérsela.
Marco también preguntó a Salvo si conocía el nombre del restaurante que había preparado la lasaña, pero no tenía ni idea. Le pidió que lo averiguara. Aquel día había nevado, era la primera del invierno y naturalmente terminaron hablando del frío.
Marco me contaba la historia hace un par de días. Salvo nunca le ha dicho el autor de aquella lasaña, probablemente al día siguiente ya se habría olvidado del asunto. Marco tampoco le insistió, le gustaba verlo como una maravillosa casualidad sobre la que, no me extrañaría, termine escribiendo tarde o temprano.
Hambriento fue a la nevera, quería ver si había algo de comer. Las dos primeras estanterías estaban atestadas de recipientes de plástico de comida para llevar. Contó diez, todos contenían lo mismo: lasaña al ragú, lo que en España se conoce por boloñesa. Por un momento dudó si comerse alguna, pero al final sus ganas de lasaña vencieron. Hizo un par de agujeros con un cuchillo en la tapa de uno de los envases y lo calentó directamente en el microondas. Luego, sin sacar la lasaña de aquel recipiente, la llevó al salón sobre un plato para no quemarse. Encendió la tele, esperó unos minutos y empezó a comer.
Era una lasaña formada por muchas capas de fina pasta, un cuadrado perfecto de cuatro dedos de altura. Entre cada una de las capas se podía ver un ragú muy oscuro y homogéneo. Aun en aquel envase de comida para llevar, su aspecto era tremendamente elegante, con el amarillo apagado de la pasta, el blanco de la bechamel y el contraste oscuro del ragú. Del primer bocado le impresionó la ligereza de la pasta y la cremosidad entre las capas. Se deleitó en el sabor, limpio, intenso, pero sin saturar la boca. Por unos instantes Marco se alejó de la comida y miró aquel envase de lasaña con perplejidad. Marco es de Bolonia, la ciudad natal de ese plato. Su abuela la preparaba con asiduidad y su madre siempre le recibe con una buena lasaña cada vez que vuelve a casa. Pero aquella era una versión refinada y sublime de todas aquellas grandes lasañas que había comido a lo largo de su vida. En realidad lo que tenía de especial, lo que la diferenciaba de todas las demás, es que Marco era incapaz de imaginarla mejor.
Marco se comió dos raciones esa noche. Me contaba que, sólo por el hecho de haber comido la lasaña de sus sueños de un modo tan inesperado, se fue a dormir de buen rollo, pese a haber tenido un día tan complicado.
Al día siguiente preguntó a Salvo, uno de sus compañeros de piso, si sabía quién había dejado esos envases en la nevera y éste le contó que el novio de una amiga suya de la universidad estaba trabajando en el rodaje de una pequeña película aquellos días en las calles de Parma. Al parecer, un restaurante se encargaba de llevarles la comida cada día al lugar de rodaje. Por un malentendido, el restaurante había preparado comida para ese día, cuando todo el equipo se había trasladado ya a Modena por la mañana. Antes que tirar la lasaña, el novio llamó a su chica, que a su vez llamó a Salvo para ofrecérsela.
Marco también preguntó a Salvo si conocía el nombre del restaurante que había preparado la lasaña, pero no tenía ni idea. Le pidió que lo averiguara. Aquel día había nevado, era la primera del invierno y naturalmente terminaron hablando del frío.
Marco me contaba la historia hace un par de días. Salvo nunca le ha dicho el autor de aquella lasaña, probablemente al día siguiente ya se habría olvidado del asunto. Marco tampoco le insistió, le gustaba verlo como una maravillosa casualidad sobre la que, no me extrañaría, termine escribiendo tarde o temprano.