sábado, 25 de diciembre de 2010

FEDERICO IL PASTAIO. UN CUENTO DE NAVIDAD


Había una vez un joven llamado Federico Vitali que vivía en Vignola, un pueblo a pocos kilómetros de Bolonia. Era hijo único de un matrimonio que regentaba una tienda de alimentación, negocio familiar heredado de su abuelo materno. En él se vendían conservas, quesos, embutidos, vinos y pasta fresca.

Federico se interesó, ya de niño, en la elaboración de la pasta fresca al huevo. Fue aprendiéndolo, primero de su abuela, luego de los dos hombres a los que muchas veces vio fabricar pasta en la tienda de sus padres.

Desde aproximadamente los doce años de edad, pasaba las mañanas de los sábados, como ayudante del pastaio de la tienda. Durante toda la semana, en la escuela, estaba deseando que llegase este momento. Gozaba con el aroma a frutos secos de una brillante bola de masa, disfrutaba con su tacto, imaginaba mientras la amasaba, cual sería la textura final de esa pasta al masticarla. Para él era un juego, un maravilloso juego que practicaba con interés, pasión e incluso obsesión.

El pastaio advertía a menudo a los padres del talento de su hijo para el noble arte de la pasta fresca. Aunque escépticos en un principio, año tras año fueron convenciéndose de que era cierto, hasta el punto de que, cuando el maestro pastaio quiso marcharse, decidieron ofrecerle el puesto a Federico, a sabiendas de que aceptaría de buen grado y asumiendo que nunca sería un brillante universitario.

Así llegó Federico a su puesto soñado y desde su pequeña cocina pudo dar rienda suelta a toda su creatividad. Hizo mil y un ensayos, mil y un experimentos, probó con éstas y con estas otras cantidades de harina y huevo, hasta dar con la resistencia y textura ideales. Luego llegaron las formas y los rellenos, para los que elegía los mejores ingredientes que podía conseguir. Estaba en contacto constante con dos o tres cocineros de la zona, les daba a probar sus creaciones, discutía con ellos. Tenía un salario bajo y vivía con sus padres. Seguramente por juventud, no le importaba mucho el que la tienda fuera mejor o peor, ni que sus padres atravesaran dificultades económicas en algún momento, él sólo estaba centrado en fabricar la mejor pasta que le fuera posible concebir.

No había pasado ni un año completo desde que Federico ocupó el puesto de pastaio, cuando comenzaron a verse pequeñas colas puntuales en la tienda de los Vitali. Sus padres se percataron de que, entre alimentos habituales de nivel medio, estaban vendiendo un producto extraordinario. Las ventas aumentaron progresivamente y también el número de ayudantes de Federico. Cocineros de renombre se ofrecieron a trabajar con él durante una temporada para ayudar y aprender.

El negocio se transformó progresivamente en una tienda de venta de pasta fresca al huevo, larga, corta y rellena. Cuando sus padres se jubilaron y Federico, ya casado y con dos hijos, pasó a dirigirla, ésta cambió su nombre por el de “Federico Vitali. Pastaio”.

Al inaugurar la tienda de Bolonia, delegó en sus ayudantes la elaboración de la pasta y el se dedicó a la gestión de un negocio que siguió creciendo y dejando más beneficios. El número de habituales que dejaban de serlo porque la pasta de los Vitali ya no era un producto de tanta calidad, se vio compensado con creces por el número de nuevos clientes que acudían animados por la fama de Federico.

El destino quiso que su hija mayor, Maria Vitali, se interesara también desde muy joven por la elaboración de la pasta fresca al huevo. Como repitiendo los pasos del padre, Maria ayudaba en el taller de pasta de Bolonia, donde ahora residían, todos los sábados por la mañana y, también como él, un día dejó los estudios y se dedicó en cuerpo y alma a fabricar la mejor pasta posible.

Federico Vitali murió un día lluvioso de Navidad. A su entierro acudió mucha gente. Por aquel entonces ya tenía cuatro tiendas en Emilia-Romagna y era el cabeza de una familia acomodada. Todo el mundo daba por hecho que Maria sería la sucesora. La sorpresa fue mayúscula cuando, al ser revelado su testamento, se conoció que había dejado la totalidad del negocio en manos de su sobrino Marcelo, que por aquel entonces era el director comercial de una importante marca de tomate enlatado.