sábado, 29 de septiembre de 2012

RISOTTO DE BONITO



Siento escribir este post demasiado tarde, porque la temporada de bonito acaba de terminar. Pero ha sido la mejor experiencia gastronómica que he tenido en los últimos meses y no quería dejar de hacer mención en este blog.

Yo he descubierto el potencial del atún y del bonito hace relativamente poco. La primera vez que me percaté del intenso y delicado sabor del atún rojo y de su maravillosa interacción con la salsa de soja y el wasabi fue en mi primera visita a un restaurante japonés. Después vino el viaje a Sicilia y aquellos “chuletones” de atún que nos hacíamos a la brasa en la noche de Castellamare. En Sicilia son devotos del atún. Y por supuesto no olvido aquellas dos semanas en el “Arrop” de Ricard Camarena. Allí fui testigo por primera vez de cómo se podía “escurrir” la grasa de un atún y utilizarla después para dar a los arroces una potencia inusitada.

Hay para mi un principio básico: no existe un buen risotto sin una buena “mantecatura”. Por eso los risottos de pescado suelen fallar, porque no se les añade grasa animal en forma de queso o mantequilla al final (lo cual sería una aberración). Pero con el atún o el bonito sí se puede hacer un buen risotto. Basta con “escurrir” su grasa, bien obteniendo un fondo reducido o directamente haciéndolo “sudar” a temperatura moderada en el horno (para esto haría falta una buena cantidad de “huesos”).

Para hacer el maravilloso risotto de aquel sábado lo primero que hice es un fondo a base de agua y de cabeza, espinas y piel del bonito de 4 kg que había comprado en el mercado. Dos horas de cocción y dos de infusión. Cuando lo tuve listo me puse con el arroz. Simplemente doré, como es norma en un risotto, en aceite de oliva una cebolla bien picada. Luego le añadí un pimiento verde picado a tiras, siguiendo ese maravilloso maridaje pimiento/túnido, que tan bien funciona en un marmitako o en una simple empanadilla. Después viene la fase de dorar el arroz con el sofrito. Para los risottos yo siempre utilizo la variedad Carnaroli, para mi tiene el tamaño y la textura final precisa.

Después, siguiendo el esquema clásico, viene la fase de echar el vino blanco, si es Prosecco (spumante) mucho mejor. No hay que echar demasiado, por supuesto no hasta cubrir el arroz. Sólo lo justo para que el vino impregne todos los granos. Cuando el vino evapora (lo cual sucede pronto), sólo hay que ir echando caldo de bonito caliente, siempre poco a poco, sin llegar nunca a cubrirlo demasiado y sin dejar de remover con una cuchara de madera. Así, poco a poco, se va rompiendo la superficie de los granos de arroz, que van desprendiendo su almidón y formando esa mágica textura de un buen risotto. Mientras tanto, de vez en cuando, vas comprobando el punto de sal y añadiéndola poco a poco.

Importante: el fondo de bonito no debe contener ni un gramo de sal, la sal se aporta al guiso paulatinamente, teniendo en cuenta que éste reduce caldo y se concentra al final. Si bien la elaboración de cualquier arroz requiere atención casi exclusiva, en el risotto lo anterior es todavía más exagerado. No se puede hacer NADA al mismo tiempo. Como mucho hablar, y poco… Cocinándolo te das cuenta de que cambia a cada minuto y debes de estar atento para dirigirlo todo el tiempo hacia donde tú quieres.

Cuando el grano está al dente (y esto con el carnaroli lleva un buen rato) es el momento de añadir la última cucharada de fondo y uno de los lomos, troceado, de nuestro bonito fresco (el resto de lomos y ventrescas nos los guardamos para la plancha).

Por fin llegamos a la fase de “mantecatura". Yo hice una emulsión del aceite de una buena conserva de bonito con el fondo reducido que ya tenía. Se impregna bien el arroz con esa grasa, se apaga el fuego y a reposar cinco minutos.

El resultado fue fantástico. Está mal que yo lo diga, pero tanto mi amigo como yo coincidimos y nos quedamos rebañando el plato lamentando que no quedara ni un grano más...

martes, 8 de mayo de 2012

LA LASAGNA SOÑADA DE MARCO



Marco Altobelli me ha contado hoy una bonita historia. Resulta que compartía piso en Parma con un par de estudiantes. Un día llegó a casa cansado y agobiado por distintos problemas. No había nadie en el piso. Se duchó, se puso el pijama y trató de relajarse.
Hambriento fue a la nevera, quería ver si había algo de comer. Las dos primeras estanterías estaban atestadas de recipientes de plástico de comida para llevar. Contó diez, todos contenían lo mismo: lasaña al ragú, lo que en España se conoce por boloñesa. Por un momento dudó si comerse alguna, pero al final sus ganas de lasaña vencieron. Hizo un par de agujeros con un cuchillo en la tapa de uno de los envases y lo calentó directamente en el microondas. Luego, sin sacar la lasaña de aquel recipiente, la llevó al salón sobre un plato para no quemarse. Encendió la tele, esperó unos minutos y empezó a comer.
Era una lasaña formada por muchas capas de fina pasta, un cuadrado perfecto de cuatro dedos de altura. Entre cada una de las capas se podía ver un ragú muy oscuro y homogéneo. Aun en aquel envase de comida para llevar, su aspecto era tremendamente elegante, con el amarillo apagado de la pasta, el blanco de la bechamel y el contraste oscuro del ragú. Del primer bocado le impresionó la ligereza de la pasta y la cremosidad entre las capas. Se deleitó en el sabor, limpio, intenso, pero sin saturar la boca. Por unos instantes Marco se alejó de la comida y miró aquel envase de lasaña con perplejidad. Marco es de Bolonia, la ciudad natal de ese plato. Su abuela la preparaba con asiduidad y su madre siempre le recibe con una buena lasaña cada vez que vuelve a casa. Pero aquella era una versión refinada y sublime de todas aquellas grandes lasañas que había comido a lo largo de su vida. En realidad lo que tenía de especial, lo que la diferenciaba de todas las demás, es que Marco era incapaz de imaginarla mejor.
Marco se comió dos raciones esa noche. Me contaba que, sólo por el hecho de haber comido la lasaña de sus sueños de un modo tan inesperado, se fue a dormir de buen rollo, pese a haber tenido un día tan complicado.
Al día siguiente preguntó a Salvo, uno de sus compañeros de piso, si sabía quién había dejado esos envases en la nevera y éste le contó que el novio de una amiga suya de la universidad estaba trabajando en el rodaje de una pequeña película aquellos días en las calles de Parma. Al parecer, un restaurante se encargaba de llevarles la comida cada día al lugar de rodaje. Por un malentendido, el restaurante había preparado comida para ese día, cuando todo el equipo se había trasladado ya a Modena por la mañana. Antes que tirar la lasaña, el novio llamó a su chica, que a su vez llamó a Salvo para ofrecérsela.
Marco también preguntó a Salvo si conocía el nombre del restaurante que había preparado la lasaña, pero no tenía ni idea. Le pidió que lo averiguara. Aquel día había nevado, era la primera del invierno y naturalmente terminaron hablando del frío.
Marco me contaba la historia hace un par de días. Salvo nunca le ha dicho el autor de aquella lasaña, probablemente al día siguiente ya se habría olvidado del asunto. Marco tampoco le insistió, le gustaba verlo como una maravillosa casualidad sobre la que, no me extrañaría, termine escribiendo tarde o temprano.