martes, 22 de diciembre de 2009

EL PANETTONE DE ENZO (UN RELATO DE NAVIDAD)




- Han pasado ya casi dos siglos desde aquella gélida noche de diciembre. Habiendo partido de Milán, Enzo di Ruvo llevaba caminando más de dos semanas y pretendía atravesar los Alpes por el paso del Gran Monte San Bernardo, solo, a pie y, lo que es peor, por primera vez.

Se comportaba como un hombre desesperado, dispuesto a hacer un viaje que a cualquiera le hubiera parecido una locura. En cierto modo aquello era un suicidio, una huida a ninguna parte. Su mejor amigo había muerto de la noche a la mañana. No había tenido tiempo para hacerse a la idea ni tampoco había podido despedirse de él. Hundido y desilusionado decidió dirigirse al infierno.

Entró en una taberna de Aosta para que alguien le indicara el camino que atravesaba los Alpes en dirección a Suiza. El primero al que consultó le tomó por loco, el segundo le señaló el camino. Si Enzo hubiera estado un poco más atento a algunos detalles no habría confiado en él ni hubiera seguido sus indicaciones. Dos días después, cuando estaba bordeando un barranco bajo la última luz del atardecer, fue asaltado por tres ladrones. Le quitaron el poco dinero que llevaba encima y, lo peor, también le robaron las botas. Cuando llego la noche Enzo estaba sentenciado a la “muerte blanca”. Para un hombre agotado como él la tremenda nevada fue un enemigo invencible. Para colmo, uno de los gritos que Enzo pegó por el dolor que le producían sus pies congelados, provocó un alud y la nieve lo enterró. Cerró los ojos y creyó que todo había terminado.

De su llegada al Hospicio del Gran San Bernardo no recordaba apenas nada. Vagamente le parecía haber escuchado la respiración acelerada de un animal por encima de su cabeza. Despertó en una pequeña cama a la luz de una vela. Cuando intentó levantarse volvió a gritar de dolor al apoyar un pie. Dos monjes acudieron y le llevaron casi en volandas hasta un sillón. Le acercaron un tazón de caldo y un poco de pan. Señalaron al perro que le había salvado la vida. Era muy grande y fuerte, pero su mirada era apacible, nada agresivo, de hecho un niño le estaba estirando una oreja y no parecía importarle. Pidió un poco de agua. Al calor de la chimenea volvió a quedarse dormido y los monjes lo transportaron de vuelta a la cama. Así pasó varios días, abriendo los ojos a intervalos cortos, comiendo y bebiendo un poco y volviendo a quedarse dormido. Al interior de aquella sala apenas llegaba la luz y las escasas horas que Enzo estaba despierto las pasaba en su mayoría suplicando misericordia con los ojos cerrados.

Una mañana se despertó un poco más animado y pidió que lo llevaran al sillón de nuevo. Ya sentado un monje se le acercó. “Coma un poco, es Navidad”, le dijo. Le dio un pedazo de un bollo grande recién hecho. Cuando lo probó sintió que su madre le estaba cogiendo de la mano. La recordó en navidad haciendo el panettone en casa como todos los años. La recordó acariciándole el pelo, mientras él comía primero la miga y luego los trocitos de fruta confitada y las pasas que había dejado para el final. A través de aquel bollo revivió por un instante la ternura que había olvidado.

Un día, viendo nevar desde un ventanal, decidió quedarse en aquel Hospicio. Así se lo solicitó al padre superior y el resto de la orden lo aceptó de buen grado. Sus funciones fueron básicamente el cuidado de los perros y el rescate de algún viajero que, cómo él, había quedado a merced de la climatología alpina. También ayudaba en la cocina y, cuando el hermano Jean Marie murió, dejó las labores de rescate para hacerse cargo del horno. Hay comentarios escritos, tanto de viajeros como de monjes de la orden, del panettone que Enzo siempre preparaba en Navidad, elogiando su textura esponjosa y el sabor intenso de su corteza azucarada. El panettone de Enzo forma parte ya de la historia del Hospicio del Gran San Bernardo.

http://www.gsbernard.ch/index.php?page=68

http://www.perrilandia.com/san/index.htm

jueves, 3 de diciembre de 2009

ALCACHOFAS Y LA HISTORIA DEL PEQUEÑO CARCIOFINO




- La alcachofa es el capullo de la flor de un tipo de cardo. Su origen es africano. Parece que su nombre proviene del término árabe al´qarshuf que significa algo así como “cardo pequeño”. Fueron los árabes quienes extendieron su cultivo por Europa durante la Edad Media y parece que los grandes capullos de alcachofa que comemos actualmente se desarrollaron posteriormente en la España musulmana.

Es cierto que no es un producto exclusivo de Italia pero es allí donde se cultivan más variedades diferentes y aparece en más recetas. Italia es también el primer productor con alrededor del 30% de la producción mundial. Está presente en prácticamente todo el país. Variedades como la romanesco, la catanes, la violetto, la spinosa, la massedu de Cerdeña o las pequeñas alcachofas de Liguria, aparecen en cientos de recetas: carciofi giardinera (rellenas con parmigiano y anchoas), alla romana (hervidas con ajo y perejil), alla napoletana (con alcaparras y aceitunas), alla sarda (con patatas y perejil)...

Las alcachofas ya eran una exquisitez en la antigua Roma, algo de lo que Plinio se sentía avergonzado: “y así convertimos en un corrupto banquete las monstruosidades de la Tierra, aquéllas que hasta los animales evitan instintivamente”. Ya en el siglo XVI, al gran Bartolomeo Scappi, cocinero personal del papa inquisidor Pio V, se le ocurrió rellenar las alcachofas con una mezcla de carne magra de ternera, queso, huevos, jamón, ajo y hierbas aromáticas. Fue un éxito que todavía se puede degustar en algunos locales de la Roma actual.

Pero, sin lugar a dudas, la historia más divertida es la de Angelo Valiani, el llamado “maestro del buffet frío”. A finales del siglo XIX él creó la receta de los carciofi sott´olio (corazones de alcachofas en aceite). En aquel entonces eran consideradas una exquisitez (lo siguen siendo) y Valiani se hizo rico vendiendo alcachofas en aceite. Tanto fue el éxito y tanto la gratitud que les guardaba a sus hortalizas que decidió bautizar a su hijo con el nombre de Carciofino. Llegó el día señalado en la iglesia de Ortebello y el sacerdote se negó en un principio a bautizar al niño con ese nombre: “¿cómo podrá vivir alguien con un nombre así?”. Valiani lo convenció diciéndole: “Padre, si nuestro Papa lleva el nombre de una bestia salvaje, concretamente León XIII, mi hijo bien puede llevar el de una planta”. Parece que, desde entonces, hay varios Carciofinos circulando por Italia.

El único hándicap que tiene la alcachofa tiene que ver con la cynarina. Es uno de los varios fenoles que contiene la alcachofa y es responsable de que, después de comerlas, lo siguiente que pruebas sabe dulce. Al parecer, la cynarina inhibe los receptores de lo dulce de nuestras papilas gustativas y, cuando el siguiente bocado la retira de la lengua, los receptores vuelven a funcionar y notamos ese contraste. Así que, como distorsionan el sabor de otros alimentos, muy a mi pesar, las alcachofas no son muy recomendables acompañando a un buen vino.