- Han pasado ya casi dos siglos desde aquella gélida noche de diciembre. Habiendo partido de Milán, Enzo di Ruvo llevaba caminando más de dos semanas y pretendía atravesar los Alpes por el paso del Gran Monte San Bernardo, solo, a pie y, lo que es peor, por primera vez.
Se comportaba como un hombre desesperado, dispuesto a hacer un viaje que a cualquiera le hubiera parecido una locura. En cierto modo aquello era un suicidio, una huida a ninguna parte. Su mejor amigo había muerto de la noche a la mañana. No había tenido tiempo para hacerse a la idea ni tampoco había podido despedirse de él. Hundido y desilusionado decidió dirigirse al infierno.
Entró en una taberna de Aosta para que alguien le indicara el camino que atravesaba los Alpes en dirección a Suiza. El primero al que consultó le tomó por loco, el segundo le señaló el camino. Si Enzo hubiera estado un poco más atento a algunos detalles no habría confiado en él ni hubiera seguido sus indicaciones. Dos días después, cuando estaba bordeando un barranco bajo la última luz del atardecer, fue asaltado por tres ladrones. Le quitaron el poco dinero que llevaba encima y, lo peor, también le robaron las botas. Cuando llego la noche Enzo estaba sentenciado a la “muerte blanca”. Para un hombre agotado como él la tremenda nevada fue un enemigo invencible. Para colmo, uno de los gritos que Enzo pegó por el dolor que le producían sus pies congelados, provocó un alud y la nieve lo enterró. Cerró los ojos y creyó que todo había terminado.
De su llegada al Hospicio del Gran San Bernardo no recordaba apenas nada. Vagamente le parecía haber escuchado la respiración acelerada de un animal por encima de su cabeza. Despertó en una pequeña cama a la luz de una vela. Cuando intentó levantarse volvió a gritar de dolor al apoyar un pie. Dos monjes acudieron y le llevaron casi en volandas hasta un sillón. Le acercaron un tazón de caldo y un poco de pan. Señalaron al perro que le había salvado la vida. Era muy grande y fuerte, pero su mirada era apacible, nada agresivo, de hecho un niño le estaba estirando una oreja y no parecía importarle. Pidió un poco de agua. Al calor de la chimenea volvió a quedarse dormido y los monjes lo transportaron de vuelta a la cama. Así pasó varios días, abriendo los ojos a intervalos cortos, comiendo y bebiendo un poco y volviendo a quedarse dormido. Al interior de aquella sala apenas llegaba la luz y las escasas horas que Enzo estaba despierto las pasaba en su mayoría suplicando misericordia con los ojos cerrados.
Una mañana se despertó un poco más animado y pidió que lo llevaran al sillón de nuevo. Ya sentado un monje se le acercó. “Coma un poco, es Navidad”, le dijo. Le dio un pedazo de un bollo grande recién hecho. Cuando lo probó sintió que su madre le estaba cogiendo de la mano. La recordó en navidad haciendo el panettone en casa como todos los años. La recordó acariciándole el pelo, mientras él comía primero la miga y luego los trocitos de fruta confitada y las pasas que había dejado para el final. A través de aquel bollo revivió por un instante la ternura que había olvidado.
Un día, viendo nevar desde un ventanal, decidió quedarse en aquel Hospicio. Así se lo solicitó al padre superior y el resto de la orden lo aceptó de buen grado. Sus funciones fueron básicamente el cuidado de los perros y el rescate de algún viajero que, cómo él, había quedado a merced de la climatología alpina. También ayudaba en la cocina y, cuando el hermano Jean Marie murió, dejó las labores de rescate para hacerse cargo del horno. Hay comentarios escritos, tanto de viajeros como de monjes de la orden, del panettone que Enzo siempre preparaba en Navidad, elogiando su textura esponjosa y el sabor intenso de su corteza azucarada. El panettone de Enzo forma parte ya de la historia del Hospicio del Gran San Bernardo.
te imaginas al pobre diablo acompañando el panetone con un moscato di noto?
ResponderEliminarjuan
La verdad es que todavía no he probado el panettone con un buen vino dulce, debe de estar muy bien. Con ese que tú dices seguro que va cojonudo.
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