El invierno es mi estación favorita. Siento
profundamente que el cambio climático esté provocando la confusión de esas
estaciones del año que todavía estudian los más pequeños en el colegio,
primavera, verano, otoño e invierno, hasta el punto de que, en más de una
ocasión, durante días o semanas apenas se distingan y huyamos de los mosquitos
en diciembre, veamos florecer a finales de enero, caigan las hojas en abril y
busquemos por los armarios un jersey en pleno agosto. Me gusta cocinar con
ingredientes de temporada, me gusta esperar las alcachofas, los fresones, las
setas, las naranjas, los salmonetes o lo erizos, pero mucho me temo que el
cambio climático nos supere y termine pronto con la gastronomía entendida de un
modo tradicional.
La Trufa negra de invierno (Tuber melanosporum) es uno de esos grandes productos que me atraen
poderosamente. Esa atracción no se debe tanto a su «exclusividad» —se trata de
un producto tan escaso que alcanza precios muy altos, aunque en los últimos
años la truficultura ha incrementado su producción y el precio se ha moderado— como
al producto en sí. Más allá del precio, cada producto habla por sí solo y la
trufa negra es puro aroma. Un aroma complejo, exótico, oscuro y único que varía
en función del lugar donde haya crecido y de su grado de madurez (las mejores
trufas se recogen en enero y febrero). El aroma y la morfología de una trufa te
transportan a lo más profundo del bosque, a la tierra, a un lugar muy lejano,
extraño y fascinante para los “peces de ciudad”.
Pasar una velada de invierno con un buen vino de Nebbiolo y una Trufa negra es una maravillosa experiencia gastronómica y un homenaje a mi estación del año favorita.
No dices nada del rissotto que acompañó a la niebla e hizo que la trufa fuera comprendida en toda su magna y justa medida...
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